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MARÍA, GUARDABA TODO EN SU CORAZÓN.

Foto del escritor:  Alejandra Sandoval Crespo Alejandra Sandoval Crespo

Actualizado: 13 ene


María, nuestra Madre del cielo, es la mujer “que guarda en su corazón”, y esto significa que, es grande su fe. Ella nos enseña que: las cosas de Dios se atesoran, las promesas de Dios se abrazan, los encuentros con Dios se guardan para hacerlos vida.


En María se da lo que nos dice el catecismo: “La sexta bienaventuranza proclama: "Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). Los "corazones limpios" designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios…” (CEC 2518). Nuestra Madre del cielo vive las promesas de Dios: “A los “limpios de corazón” se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él (cf 1 Co 13, 12, 1 Jn 3, 2)” (CEC 2519).


En María, guardar las cosas de Dios en el corazón es ponerlo a Él en el centro de su vida. Y tan es así, que la Virgen María entregó su corazón junto con el de Jesús en la cruz. Así, se manifestó, en el más alto grado, el amor con que siempre vivió. Saber que María “guardaba todas estas cosas en su corazón”, me hace conocer que la Virgen rezaba, seguramente, cuando era una joven sencilla, desconocida por el mundo. La podemos imaginar recogida en silencio, en un diálogo continuo con Dios. María es dócil, ella espera que Dios tome las riendas de su camino y que la guíe donde Él quiere. Su disponibilidad la predispone, entonces, a la misión que Dios tenía para ella.


No hay mejor forma de rezar que ponerse como María, en una actitud de docilidad, de apertura, de corazón abierto a Dios, es un: “hágase en mí”. Es decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios, en donde El siempre responde. Una oración sencilla, es poner nuestra vida en manos del Señor, para que sea Él quien nos guíe. Todos podemos rezar así, casi sin palabras.


“María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Todo lo que pasa a su alrededor termina teniendo un reflejo en lo más profundo de su corazón: los días llenos de alegría, los momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta comprender por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su corazón, para que pase al discernimiento en la oración y sea transfigurado por ella. Ya sean la visita de los pastores, los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, las palabras de Simeón, hasta ese tremendo viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su diálogo con Dios.


María nunca dice: “Vengan, yo resolveré las cosas”. Sino que dice: “Hagan lo que Él les diga”, siempre señalando a Jesús. Se ha comparado el corazón de María con una perla de esplendor incomparable, formada y suavizada por su paciente acogida de la voluntad de Dios, a través de su oración.


¡Qué bonito si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre del cielo! Con el corazón silencioso, con el corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la deja crecer como una semilla, al igual que nuestra fe… ¿Cuál es el mejor lugar para guardar las cosas de Dios? Sí, es en ¡Nuestro corazón! Así como nos lo ha enseñado nuestra Madre, la siempre Virgen María.


Hoy preguntémonos: ¿Qué guardo en mi corazón?, ¿Qué atesoro?, ¿Qué semilla está creciendo? Tal vez necesitemos abrirnos un poco más a Dios y justo para esto, hemos vivido un nuevo adviento.

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